"en 24 horas, debe considerarse una amputación".
Cuando tenía 18 años, en 1957, vivía con mi madre y trabajaba en una fábrica de algodón en el norte de Francia.
Un día contraje una grave infección por culpa de un zapato defectuoso. Éramos pobres y mi madre era muy estricta: enfermo o no, había que ir a trabajar. En los días siguientes, el pie se me puso negro y me dolía muchísimo. Incluso vino a buscarme un amigo de mi edad, porque el autobús no podía llevarnos a casa por el riesgo de desprendimiento en las galerías de la mina. Me ayudó a caminar hasta la carretera principal para coger el autobús a la fábrica.
Esa mañana, la capataz se dio cuenta de mi estado y se negó a dejarme trabajar. Me consideraba un trabajador duro, y puso aprendices en mis máquinas antes de enviarme a la enfermería.
Una vez allí, el médico y la enfermera descubrieron que la infección se había extendido a mi ingle; mi pierna estaba gangrenada. Me dijeron que si la infección no remitía en 24 horas, habría que plantearse la amputación: eran muy pesimistas porque en aquel momento los recursos médicos eran limitados.
El personal médico hizo todo lo posible por salvarme la pierna. Recibí tratamiento antibiótico y me sumergieron la pierna y la mantuvieron en agua muy caliente -un método habitual en aquella época- a pesar de que el dolor era intenso. Me tuvieron en la enfermería.
Al día siguiente, recibí el mismo tratamiento y la infección empezó a remitir, lo que dio esperanzas a los cuidadores, que continuaron los tratamientos hasta que me curé.
Dado el estado de mi pierna cuando llegué a la enfermería, me di cuenta de que era milagroso que la hubiera conservado, y me convencí de que había sido Dios quien había intervenido, Salmo 103:3.
Rolande
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